La Dra. Gladys Terán ha asegurado que su nombre quede escrito en la historiografía jurídica ecuatoriana. Mérito logrado con bastante esfuerzo por pocos profesionales del derecho, pero en este caso alcanzado con desfachatez. Su fallo en contra de Marcelo Rivera –el primero de esa naturaleza en la vida del país- no solo puso cerrojo a la prisión en la que él permanece desde hace casi un año, también abrió otras puertas para que nuevos dirigentes populares y activistas sociales copen las cárceles bajo la acusación de acción terrorista, sabotaje o desestabilización. La criminalización de la protesta se ha oficializado y, para estar a tono con la “revolución ciudadana”, ya es de todos.
Hasta hace poco tiempo en Ecuador no se hablaba de esto. Escuchábamos denuncias de procesos penales seguidos en contra de dirigentes sindicales o populares en Argentina, Colombia, México o Chile y nos solidarizábamos con sus víctimas, pero de pronto aquí también empezamos a ver que desde las esferas gubernamentales se daba un tratamiento distinto a la protesta popular y brotaba un nuevo lenguaje en su contra. Los paros, los cortes de carretera empezaron a ser calificados de sabotaje y a sus líderes se los motejó de ineptos, incapaces, terroristas. ¡Cuidado, se está criminalizando la protesta y la acción de las organizaciones populares! –advertían algunos líderes sociales y dirigentes políticos de izquierda. Y no exageraron.
La criminalización de la protesta se produce cuando el Estado otorga preeminencia al Código Penal sobre el resto de leyes para juzgar, tipificar y sancionar el comportamiento de las organizaciones sociales y sus líderes. De esa manera un reclamo o una acción de protesta, hasta ahora considerados como derechos, se convierten en acciones punibles, es decir, en delitos.
En la práctica niega los derechos de expresión y organización, ahoga la voz de quienes más necesitan ser escuchados y vuelca la actividad sindical, estudiantil, política, social en general en desestabilizadora del régimen. En donde hay un reclamo salarial, una exigencia por el respeto al medio ambiente, un llamado de atención para que la educación llegue a todos, una movilización en oposición a la privatización del agua o a la entrega de nuestros recursos naturales a las transnacionales extranjeras o una crítica a la conducta del Presidente el Estado ve un delito o un intento de delinquir, a sus protagonistas como delincuentes y a las organizaciones que les amparan como asociaciones ilícitas.
Los propósitos de una política de esta naturaleza son claros: hostigar, perseguir y reprimir a quienes ejercitan una actividad política en distintos frentes del quehacer social-popular y, de esa forma, inhibir la lucha de las masas. Como política de Estado, para su ejecución actúan en unidad de acción gobernantes, funcionarios de alta responsabilidad, jueces, aparatos represivos, medios de comunicación, políticos de derecha, etc. siendo por lo tanto una forma de gobernar y de ninguna manera un comportamiento circunstancial.
Por supuesto que no todos son víctimas de esta violencia institucional, se la aplica sobre aquellos sectores a los que el gobierno no ha podido cooptarlos para su política, o para frenar los conflictos sociales que las medidas clientelares no pueden evitarlos.
Y a pesar de señalar que la criminalización pone bajo la óptica de la ley penal el comportamiento del movimiento popular, no toda acción encaminada a lograr los objetivos de esta política de Estado se mueve por los caminos de la legalidad, pues su ejercicio incorpora –en determinados momentos y circunstancias- la acción de aparatos “paraestatales” (paramilitares), como ocurre en Colombia o en Centroamérica.
Criminalización de la protesta y linchamiento mediático
La criminalización de la protesta social no podría aplicarse a plenitud si previamente no se trabajara en lo que se conoce como “linchamiento mediático”. Este último crea las condiciones psicológicas en la población para que acepte una política represiva aplicada en contra de otros, a quienes previamente se los muestra como violentistas, peligrosos, enemigos de la sociedad y el país, saboteadores o terroristas. La lista de calificativos puede ser extensa.
Al linchamiento mediático se lo conoce también como la satanización de una persona u organización, en cuyo proceso los medios de comunicación juegan un papel fundamental. Sin dar derecho a la defensa, envilecen a quien se ha convertido en objetivo político lanzando en su contra todo tipo de juicios de valor negativos; lo juzgan y sancionan ante la sociedad sin otorgarle el derecho a la defensa. Así, todo lo que el Estado haga en su contra es poco, e inclusive faltaría fuerza en la ley para reprimirlo.
Antes de que los Estados Unidos lancen sus misiles en contra de Irak y luego sus tropas pisen el territorio de ese país, ¿quién dudaba de que Saddam Hussein era poseedor de armas de destrucción masiva y que, por su culpa, el mundo tenía los días contados? Antes de que el ejército yanqui invadiera Afganistán ¿quién ponía en tela de juicio que en sus montañas se escondía Osama Bin Laden? Tras varios años de invasión militar, los yanquis retornan a su país sin siquiera una prenda de vestir del “terrorista más peligroso del mundo” y sin un tubo de ensayo que demuestre que en Irak se fabricaban armas químicas. Sin embargo Hussein ya fue colgado, miles de iraquíes y afganos inocentes asesinados, quedan millones de dólares en pérdidas materiales… pero, por supuesto, las ganancias de las petroleras gringas son enormes. En estos casos el éxito político del imperialismo fue rotundo: lograron engañar a todo el mundo para posesionarse en esos puntos estratégicos, la maquinaria mediática funcionó a la perfección.
En nuestro país el linchamiento mediático a la izquierda revolucionaria es una realidad. Sin prueba alguna, y en base a la repetición de ideas y frases pre elaboradas, los grupos de poder han logrado que un importante sector de nuestro pueblo esté convencido que aquella no tiene propuestas sólidas, e inclusive que ni siquiera tiene propuestas; han podido persuadir de que además es responsable del pésimo sistema de salud, de la crisis educativa o de que los sindicatos son los causantes del atraso del país y de que el movimiento indígena quiere apropiarse del agua. De esa manera el Estado tiene ganados espacios en el combate al movimiento popular; golpearlos le resulta más sencillo, pues la represión tiene más campo de acción cuando existen ciertos niveles de consenso social.
Marcelo Rivera es el caso típico de la persona víctima del linchamiento mediático y de la criminalización de su actividad de dirigente estudiantil universitario. Los medios de comunicación privados y públicos y el mismo Presidente de la República trabajaron durante mucho tiempo para desfigurar la personalidad del presidente de la FEUE presentándolo como un joven violento, con pésimo rendimiento académico, itinerante en varias facultades de la universidad, peligroso para la sociedad, representante de una organización antidemocrática, etc. Cuando fue apresado el 8 de diciembre de 2009 el rector de la Universidad Central lo acusó de acción terrorista y ya sabemos el curso y los resultados de ese proceso infame.
En el caso de Marcelo Rivera cada institución y cada uno de los personajes cumplieron un papel: Correa al calumniarlo en varias ocasiones y pedir su detención un mes antes de los sucesos del 8 de diciembre; la Policía que introdujo provocadores en la protesta de los universitarios en aquella fecha; el rector y otros miembros de Consejo Universitario (entre ellos un abogado de filiación “socialista”) que presentaron el juicio en los términos antes señalados; los medios de comunicación que sancionaron la acción de Marcelo mucho antes de que cualquier autoridad legal se pronuncie; la jueza del Tercer Tribunal de Garantías Penales de Pichincha que sentenció a Marcelo como responsable de acción terrorista a pesar de no existir prueba alguna de su culpabilidad. Es muy claro: la institucionalidad coaligada en el propósito de criminalizar la protesta popular y dejar un nefasto precedente.
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